(29 DE JUNIO 2022) Por Violeta Vázquez-Rojas Maldonado.
La crítica
Este viernes se cumplirán cuatro años desde ese histórico día en que, después de décadas de intentarlo y con todos los presagios en contra, un movimiento popular de izquierda finalmente llegó a la presidencia.
Para que llegara ese momento se tuvo que recorrer un camino largo y adverso: enfrentar las millonarias campañas publicitarias en contra; sortear el cerco de los grandes medios; atemperar la rabia de las élites empresariales que trataban de disuadir el voto de la gente con eslóganes como “López Obrador es un peligro para México”; denunciar, sin resultados, la compra masiva de votos en cada elección y aceptar estoicamente esa herida irreparable que fue el fraude electoral del 2006.
Aún con todos estos hechos -y muchos otros más- en la memoria, una buena parte de la opinión pública manufacturada por las columnas de opinión de los medios corporativos concibe el 1 de julio de 2018 como una tabula rasa, un borrón y cuenta nueva, como la simple culminación de un proceso rutinario y aséptico en el que la ciudadanía “depositó su confianza” en un candidato y éste se convirtió en mandatario, como lo habría hecho cualquier otro, con la obligación inexcusable de cumplir las exigencias de la sociedad que lo eligió presidente.
Esa misma parte de la opinión pública considera un imperativo ético el mantener una “postura crítica” ante las decisiones y acciones del gobierno actual, como lo harían, dicen, con cualquier otro gobierno. Y ven con malos ojos que quienes se involucraron con el movimiento obradorista en ese proceso borrascoso que precedió a su victoria electoral no cuestionen y juzguen -de preferencia mal- la manera como se está gobernando el país actualmente.
Su premisa no es del todo irracional: si eso era lo que hacíamos con gobiernos como el de Calderón o el de Peña Nieto, ¿por qué no habríamos de hacerlo con el gobierno de López Obrador? La simpatía política, piensan, no debería interferir con los principios. Un principio básico de la ciudadanía crítica es mantenerse distante y escéptico de lo que llaman “el poder” (así, en singular, como si fuera uno solo y homogéneo y residiera exclusivamente en quienes detentan cargos en el gobierno).
Así, con base en esas premisas, se descalifica como “incongruentes” a quienes fueron críticos de gobiernos anteriores y, en cambio, simpatizan con el actual. Para este canon biempensante, ser congruentes implica juzgar y señalar las fallas de cualquier administración, del tinte que sea y de la historia que provenga.
En otras palabras, su parámetro de congruencia se basa en hacer iguales a todos los gobiernos: los tiránicos y los elegidos libremente, los de élite y los plebeyos, los que limitan derechos y los que los amplían, los corruptos y los que tratan de combatir la corrupción. La consigna que resume esta postura es la de “todos son iguales” y aunque se las dé de contestataria, en realidad es un exhorto a la inacción. Desde este parámetro de congruencia es que hemos leído juicios contra simpatizantes del presente gobierno -periodistas, caricaturistas, comunicadores, artistas, activistas, etc.- por “haber perdido la capacidad crítica”, es decir, por no sumarse a la letanía prefabricada de que este gobierno, por ser gobierno, merece exactamente el trato de cualquier otro, sin importar que, a diferencia de todos los demás, emergió de un movimiento popular, y se hizo de la presidencia por una vía en la que todas las reglas no escritas de acceso al poder le jugaban en contra.
¿Quiere esto decir que, por lo tanto, el gobierno de López Obrador es inmune al examen, al análisis y al juicio? No, desde luego. La crítica es necesaria siempre, pero la misma palabra es polisémica, y eso hay que tomarlo en cuenta cuando alguien acusa a otros de “no ejercer la crítica”. Por “crítica” se entiende la acción o el resultado de juzgar algo desfavorablemente, pero también la crítica es la actividad derivada de analizar, comparar y juzgar un hecho, una decisión, una obra, etc. En este segundo sentido, la crítica no equivale siempre a emitir un juicio negativo, aunque puede hacerlo. Así, por ejemplo, oímos decir que tal o cual película recibió “malas críticas” o “buenas críticas”, porque las críticas implican análisis pero no siempre implican que se juzgue adversamente aquello que se analiza. En suma, ejercer la crítica contra un gobierno implica mucho más que indignarse por sus fallas. Involucra, por lo menos, considerar alternativas (¿se pudieron hacer las cosas de otro modo?) y ponderarlas (¿las alternativas habrían sido mejores? ¿eran viables?), además de formarse un juicio (que en los casos típicos es negativo pero no siempre tiene que serlo).
Este viernes será una buena ocasión para ver los últimos cuatro años hacia atrás, analizarlos y juzgarlos. Quienes vean este gobierno con mirada crítica no concluirán a priori que “todo está mal”, ni tampoco se sentirán satisfechos por escuchar una lista de encomiendas cumplidas. Por sobre todas las cosas, los críticos compararán los hechos, razonablemente fundamentados, con la manera como las cosas pudieron ser: ¿hay algo que se pudo haber hecho mejor? ¿por qué no se hizo de esa otra manera? ¿se podría hacer de otro modo en lo sucesivo? En esa ponderación, a veces el gobierno actual saldrá bien librado y a veces no tanto. Pero que nadie nos diga que permanecer leales a nuestras convicciones políticas es lo mismo que renunciar a la crítica, porque ser crítico no quiere decir ser neutral.